Por: Francisco Tavárez (El Demócrata)
Hace unos días, el jueves de la semana pasada para ser precisos, el expresidente Donald Trump fue declarado culpable de treinta y cuatro delitos por falsificación de documentos relacionados con registros comerciales. En concreto, este veredicto establece que Trump ocultó información con el propósito de obtener ventajas en el proceso electoral del año 2016. Este caso ha generado muchas dudas, especialmente porque estamos hablando de una figura que podría volver a ser el próximo presidente de Estados Unidos.
Recientemente, leí un artículo publicado en The New York Times que responde con precisión las persistentes dudas en torno a un proceso que, por diversas razones, es singular. Este artículo, titulado «Trump Has Been Convicted. Can He Still Run for President?», destaca preguntas y respuestas cruciales para aquellos de nosotros que seguimos este caso a distancia. ¿Puede Trump seguir postulándose después de su condena? ¿Podría perdonarse a sí mismo si gana? ¿Qué ocurre si es elegido mientras enfrenta casos judiciales pendientes? En definitiva, estas respuestas nos ayudan a comprender las implicaciones de esta sentencia en el contexto del próximo proceso electoral estadounidense.
En este editorial, quiero abordar otra línea igualmente importante respecto al proceso seguido a Trump. Pretendo dirigir el enfoque más allá del veredicto de culpabilidad emitido por el jurado, ya que considero que este proceso no solo cuestiona a Trump, sino también el curso histórico de Estados Unidos. Ante esta realidad, ¿es este proceso una clara evidencia de la decadencia política y moral de los Estados Unidos? ¿Está en peligro la preeminencia del liderazgo estadounidense en el mundo? ¿Desde cuándo comenzó el declive y hacia qué áreas se profundiza?
Primero, debemos reconocer que Estados Unidos históricamente ha cometido excesos. Basta recordar las intervenciones militares y su afán por instaurar un «orden político y democrático» en los países invadidos. Algunos líderes estadounidenses han reconocido el rol innecesario que han desempeñado y el costo económico y social de esas decisiones.
Que un expresidente con posibilidades reales de representar a los estadounidenses dice mucho sobre el declive del sistema político y ciudadano de un país que ha ido perdiendo gradualmente su hegemonía económica en el mundo actual. A esto se suma que las guerras han debilitado la economía estadounidense y han afectado su poder geopolítico.
Recordemos la decisión de participar en guerras sin sentido en Irak y Afganistán, la crisis financiera de 2008 y el asalto al Capitolio, uno de los símbolos democráticos más emblemáticos de Estados Unidos. Estos episodios no solo han incrementado el costo económico, sino que también han llevado al 60% al 70% de los estadounidenses a considerar que su país está en declive.
Lo anterior ha sentado las bases para que líderes mesiánicos surjan como salvadores de todos los males estadounidenses, con un discurso violento y populista sin precedentes en ese país. En esa misma línea, es imprescindible mencionar la evidente crisis partidaria, tanto en el partido Republicano como en el Demócrata, que han visto afectada su evolución debido a la creciente división entre sus líderes y sus posiciones erráticas frente a los grandes desafíos de una élite política que, para proteger sus intereses, ha normalizado el deterioro institucional de sus principales pilares.
Un editorial no es suficiente para profundizar en todas las interrogantes planteadas, pero sí es necesario para destacar la importancia de no solo analizar nuestros procesos internos, sino también de encontrar el espacio para cuestionar y definir posturas sobre el rumbo de aquellos que históricamente han pretendido ser un referente global en escenarios que también nos afectan como nación.
