El debate presidencial en la República Dominicana: un escenario de verdades y utopías posibles

Por: Marino Berigüete, Politólogo

En la calurosa efervescencia de la política dominicana, la posibilidad de un debate presidencial televisado siempre ha sido como una leyenda urbana, más comentada que vista, más anhelada que practicada.

Yo, que he seguido las trayectorias y tropiezos de nuestros políticos y partidos, sé que el temor al escrutinio público ha mantenido a muchos alejados de los focos que revelan más de lo que ocultan. Sin embargo, en esta ocasión, parece que el destino ha decidido por fin tejer otra narrativa, una donde los candidatos deben enfrentarse no solo entre sí, sino con la esperanza y el escepticismo de un pueblo que los observa atentamente.

Para algunos analistas políticos, los debates son catalizadores de votos, pero en mi opinión, emergen no como un mero encuentro de ideas, sino como un campo de batalla donde se definirá no solo el futuro líder del país, sino la propia identidad de la nación. Hablar de debates es hablar de oportunidades: la oportunidad de entender, la oportunidad de elegir mejor, la oportunidad de soñar con un país distinto y la oportunidad de cerrar un círculo político.

En mi experiencia, los debates políticos no funcionan necesariamente como generadores de votos, sino más bien como reafirmaciones de las posturas ya arraigadas en los electores. Son momentos en los que los candidatos tienen la oportunidad de consolidar su apoyo, exhibir sus convicciones y destrezas de liderazgo, y mostrar su autenticidad ante un público que anhela desentrañar la esencia detrás de los discursos prefabricados. Los debates políticos, por ende, se convierten en una suerte de espejo que refleja las convicciones y fortalezas de quienes aspiran a dirigir el destino de una nación hambrienta de autenticidad y claridad.

Durante un largo tiempo, los políticos dominicanos han evitado estos encuentros, quizás por miedo a ser medidos y hallados desprovistos ante las expectativas de una ciudadanía que, aunque hastiada, aún conserva la chispa del idealismo. Luis Abinader, quien aparece como puntero en todas las encuestas hoy, parece dispuesto a cambiar el curso de la historia, aceptando por primera vez como mandatario el reto de subirse al ring electoral. Su gestión al frente del gobierno, ha ido marcado por un enfoque diferente, que pretende ser más humano y menos autoritario, sugiere un cambio en la narrativa política tradicional.

Este hombre, que ha prohibido la veneración de su imagen en las oficinas públicas, parece comprender algo fundamental: un presidente es, ante todo, un servidor público. Su liderazgo se mide por su capacidad para enfrentar los problemas reales de su gente, no por la altura de los pedestales en los que sus predecesores se han colocado.

El debate es entonces una promesa de franqueza en un escenario político a menudo dominado por la retórica vacía. Es la oportunidad para que Abinader y sus contrincantes, cuyos nombres resuenan con menos fuerza, pero con igual esperanza, delineen sus visiones para un país que se debate entre el progreso y el estancamiento. La ciudadanía, cansada de los desmanes y corrupciones que han salpicado la vida pública, espera propuestas concretas para los problemas que más les apremian: empleo, seguridad, justicia, salud y educación, desigualdad.

En un país donde la justicia a veces parece una mercancía al mejor postor, donde la educación y la salud públicas luchan por mantenerse a flote en un mar de dificultades, el llamado a estos líderes es claro: hablen, pero hablen con la verdad. No se trata solo de ganar un debate, sino de convencer a un pueblo de que aún es posible soñar con un mejor mañana.

Y es que, en el fondo, el debate es más que un enfrentamiento político; es un espejo en el que se reflejará lo mejor y lo peor de nosotros como sociedad. ¿Somos el país que tolera la corrupción y la ineptitud, o somos el país que lucha por construir realidades mejores para todos sus hijos?

Ojalá que este primer debate presidencial en la República Dominicana no sea solo un hito televisivo, impulsado por un sector empresarial, sino el inicio de una era donde la verdad no se administre en dosis convenientes, sino que se viva y se practique. Que los candidatos recuerden que, más allá de las cámaras y los micrófonos, está el pueblo, ávido de respuestas y cansado de promesas vacías.

Porque al final del día, más allá de las estrategias electorales y las maniobras políticas, lo que realmente está en juego es la capacidad de un país de soñar y de hacer esos sueños realidad. Y en ese sueño colectivo, en esa utopía posible, es donde la verdadera batalla por la presidencia debería librarse.

Creo que después de este debate presidencial, la Junta Central Electoral podrá incluirlo de manera obligatoria en la ley y que sea organizado por ella misma, para que ningún sector de la vida nacional se sienta dueño absoluto de la representación colectiva del país.

Hasta la vista, queridos lectores, que estas reflexiones sobre el futuro de nuestra nación continúen resonando en sus mentes. En un mundo donde la verdad y la transparencia son tan necesarias, que cada palabra de nuestros líderes políticos lleve consigo la promesa de un mañana mejor.

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