Por Francisco Tavárez
La transparencia, especialmente en la vida pública, debería ser una piedra angular en toda democracia. Sin embargo, en la República Dominicana, algunos legisladores y funcionarios parecen temer a la rendición de cuentas, argumentando que hacer pública su declaración patrimonial es un «crimen» o un riesgo para su seguridad. El reciente comentario del senador de Santiago Rodríguez, Antonio Marte, en el que asegura que revelar las fortunas de los legisladores es peligroso por la inseguridad en el país, plantea serias interrogantes sobre la verdadera motivación detrás de este temor.
¿Es la inseguridad o la opacidad el verdadero enemigo?
Es cierto que la inseguridad es un problema latente en la nación. Pero debemos preguntarnos si el verdadero temor radica en la exposición a posibles asaltos, o en la exposición de la acumulación desproporcionada de bienes que muchos no podrían justificar fácilmente. ¿Cómo podemos saber cuánto dinero o propiedades han sido adquiridos de manera ilícita si no hay una obligación clara y estricta de declarar el patrimonio de los funcionarios? La opacidad crea un caldo de cultivo para la corrupción, donde el enriquecimiento ilícito queda fuera del alcance de la justicia y del escrutinio ciudadano.
La transparencia como garantía democrática
En un país donde la corrupción ha sido uno de los principales flagelos de la vida política, la falta de transparencia solo alimenta la desconfianza. No se trata de un capricho ciudadano, sino de una demanda legítima de control sobre quienes manejan los recursos públicos. Los funcionarios deben rendir cuentas no solo porque es su deber, sino porque son los custodios de los fondos y bienes de la nación. Evitar esta obligación no es más que un acto de deslealtad hacia el pueblo.
Las leyes actuales que regulan la declaración patrimonial son, en muchos casos, insuficientes y laxas. No solo necesitamos una legislación que haga obligatorio y público el patrimonio de los funcionarios, sino también sanciones más severas para aquellos que intentan ocultar sus bienes o presentan información falsa. Es imperativo que se aprueben medidas que obliguen a una auditoría constante, no solo al inicio o al final de los mandatos, sino de manera periódica, para prevenir abusos de poder.
El deber de proteger, no esconder
El argumento de que publicar la fortuna de los funcionarios pone en peligro sus vidas no debe ser un escudo para ocultar la verdad. Si la inseguridad es la preocupación genuina, entonces es el Estado el que debe garantizar la protección de los servidores públicos. Pero usar este pretexto para evitar la rendición de cuentas es un insulto a la inteligencia colectiva de la ciudadanía.
El pueblo tiene el derecho de saber si sus representantes se enriquecen a costa de la función pública. Necesitamos mayor rigor en la aplicación de las leyes anticorrupción, más mecanismos de control y, sobre todo, funcionarios que asuman la transparencia como un deber ineludible. No es aceptable que quienes son responsables de velar por los intereses de la nación busquen esconderse detrás de excusas. La transparencia no es un riesgo; es una garantía de que quienes manejan los bienes públicos lo hacen de forma honesta y responsable.
Necesitamos leyes más duras, no más flexibles, porque solo así podremos avanzar hacia una democracia donde el servidor público tenga claro que su primera responsabilidad es con el pueblo y que cualquier intento de ocultar su fortuna será visto como una traición a los principios que juró defender.