¿Y dónde está Dios?

Por Freddy Ginebra

Cuando una tragedia como la que acabamos de vivir en nuestro país nos sorprende, mi frágil fe lo cuestiona todo. Cuando veo las guerras inútiles que se mantienen por años, cobrando tantas vidas; cuando observo los abusos y la impunidad en que vivimos, mi primera pregunta siempre es: ¿dónde está Dios, dónde?


Soy un simple ser humano que, hace muchos años, decidió abandonarse en los brazos del MISTERIO porque no entendía el mundo en que vivía. No lo hice por cobardía, sino porque, de no haberlo hecho, la vida me hubiera parecido una locura sin límites. En ese entonces, supe que era el amor lo único que podría mantenerme a salvo.


No soy capaz de entender nada. Me declaro incompetente, y cada mañana, al despertar, hago la misma oración: “Señor, perdóname, pero me cuesta transitar llevando tantas preguntas atadas a mi cotidianidad. Y más me cuesta intentar mantener la alegría en momentos como este. Me pongo en tus manos”.


La mañana del desastre, las lágrimas no cesaban de correr por mi rostro. El solo pensar en los familiares de las víctimas —algunos, mis amigos y conocidos— me producía un dolor en el pecho difícil de describir. Las horas de incertidumbre mientras intentaban socorrer a las víctimas, el desconsuelo de los familiares… Sentí el dolor muy profundo en mi corazón y no cesaba de preguntarle a mi Dios: “¿Dónde estabas esa madrugada nefasta, cuando tantos seres humanos transformaron su alegría en la más absurda pesadilla y muerte?”.


No somos capaces de entender que esa libertad que se nos dio al nacer nos expuso a todo tipo de experiencias. Somos libres de hacer lo que decidamos: el bien y el mal son opciones. Decidir es la mayor libertad que nadie pudiera desear. Ese Dios nos hizo libres, y quienes son libres son responsables de sus decisiones.


Cuando reflexiono sobre esta libertad, reflexiono también en la misericordia de este Ser Superior con todas sus criaturas. Estoy seguro de que, ese amanecer, Dios Padre tuvo que haber sentido en su inmensidad el dolor de un momento que cambiaría el rumbo de vida de muchas familias, obligándolas a aprender a vivir en la tristeza el tiempo que les quedara por vivir.


Solo el tiempo podrá ayudarnos a mitigar las heridas producidas por esas dramáticas ausencias. Solo la esperanza de volver a encontrarnos podrá consolar los atribulados corazones. Solo los recuerdos ayudarán a resistir este tiempo de separación.
Yo creo en el reencuentro. No entiendo este ensayo de vida sin la eternidad junto a quienes he aprendido a amar en este tránsito.


El golpe ha sido duro. No nos anclemos en la muerte. No permitamos que esta terrible experiencia marque el tiempo que nos toca caminar. Tenemos que mirar con esperanza y hacer de esta nuestra bandera para superar el momento vivido.
Va a costar, va a doler. La herida no cicatrizará fácilmente. Solo nos queda el abandono en las manos del Padre. Las lágrimas nos acompañarán siempre, pero llegará un momento —cuando nos toque partir— en que se responderán todas las preguntas. Y estoy seguro: el reencuentro con quienes amamos borrará todas las huellas de dolor.


¿Dónde estaba Dios ese amanecer?


Seguro que estaba llorando.

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