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Por Francisco Tavárez
La reciente propuesta de la Ministra de Interior y Policía, Faride Raful, de cambiar el uniforme de la Policía Nacional ha generado opiniones encontradas. Si bien puede parecer un esfuerzo por mejorar la imagen de la institución, el verdadero problema de la Policía no radica en su fachada, sino en su esencia. La corrupción, el abuso de poder y la impunidad son problemas profundamente arraigados, y ninguna modificación estética resolverá lo que está podrido por dentro.
La noticia más reciente pone en evidencia la gravedad del problema: la propia Policía Nacional ha emitido una alerta sobre el sargento mayor Rafael Laureano de los Santos, conocido como «Cabito», quien es el principal sospechoso del asesinato de Wendel Alejandro Almonte Veloz. ¿Cómo es posible que aquellos encargados de proteger a la ciudadanía estén tan vinculados con actividades delictivas?
No se trata solo de un uniforme; se trata de una cultura de impunidad y corrupción que parece estar profundamente arraigada en la institución. Policías que, amparados por su placa, delinquen, roban e incluso asesinan, son la verdadera crisis de la institución. Enfrentar esto requiere más que un cambio superficial: es necesaria una reforma integral que ataque el problema desde sus raíces.
Un cambio de uniforme puede mejorar temporalmente la percepción pública, pero no resolverá la desconfianza ciudadana en una institución que sigue arrastrando escándalos de corrupción y violencia. La limpieza debe comenzar desde adentro, con un compromiso firme de sancionar y erradicar a quienes usan la placa para delinquir. De lo contrario, seguirán cayendo inocentes a manos de aquellos que deberían protegerlos, y la credibilidad de la Policía Nacional seguirá en picada.
El cambio que el país necesita no es de vestimenta, sino de actitud. Si no se toma en serio esta transformación, el uniforme nuevo no será más que un disfraz para encubrir una estructura corroída.
