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Por Francisco Tavárez
Mientras las autoridades investigan las causas del colapso y se determinan las responsabilidades civiles y penales, Antonio Espaillat ya carga con una primera condena, más inmediata y que no amerita ninguna discusión mediática ni jurídica, la condena social.
A La primera condena, implacable por demás, debe sobrevenirle el resultado de un proceso judicial que sea el resultado, como pocas veces en nuestra historia, de una investigación que esté a la altura del dolor y el luto de esta tragedia.
Ojalá y todas las autoridades, fiscales, ministerio público, abogados y jueces, sepan interpretar el clamor de justicia de un pueblo que no estará dispuesto a tecnicismos jurídicos superfluos e interpretaciones de nuestro marco jurídico de una manera acomodaticia, y mucho menos jugar al desgaste y cansancio social, de la mano de la tan sufrida y rechazada justicia tardía, que siempre sirve de herramienta para acomodar a sectores y personas que son llamadas a ser protegidas por un sistema de justicia corrupto e injusto.
El rostro de Antonio Espaillat, ligado directamente con la tragedia, ha quedado grabado en la memoria de las familias afectadas, de los heridos y de una sociedad que exige no solo justicia, sino humanidad y compresión de su dolor a través de un régimen de consecuencias que no tenga miramientos con las relaciones de poder. En momentos como estos, no basta con comunicados fríos ni con estrategias comunicacionales y legales; se requiere presencia, empatía y compasión genuina.
¿Por qué no presentarse en el lugar? ¿Por qué no mirar a los ojos a quienes lo han perdido todo? No importa cuántas víctimas haya; una sola bastaba para merecer su respeto y atención directa.
Dar la cara no es solo un acto de valentía: es un deber moral. Porque cuando la desgracia golpea, lo que más necesitamos es autenticidad.
La sociedad responde con solidaridad. Las autoridades, con acciones. Y los líderes, con rostro humano.